FRANCISCO, ROMERO Y PABLO VI, TRES PERSONAJES EN LA MISMA ÓRBITA: LA DEL CONCILIO
"Si me matan, resucitaré en el pueblo". Y los pobres del mundo ya tienen patrón
(José Manuel Vidal, enviado especial al Vaticano).- Domingo de gloria para el Papa Francisco, tras meses de viernes de pasiónen el ara de la crisis de la pederastia y de la rebelión abierta de los rigoristas, con el ex Nuncio Viganó a la cabeza. Hoy, Francisco sonríe satisfecho, tras haber subido a los altares a varios santos. Siete de una tacada. Especialmente a dos: Pablo VI, su Papa preferido, y monseñor Romero, su mártir del alma, patrón de la Patria grande.
Francisco, Romero y Pablo VI, tres personajes en la misma órbita: la del Concilio. Romero y Pablo VI lo hicieron, sobre todo el primero que tuvo que pelearse con los cuervos de la Curia, que querían abortar el sueño del anciano visionario Juan XXIII, al que llamaban loco y hasta chocho.
Francisco, por su parte, lo aplicó con entusiasmo y hasta con pasión. Primero en su congregación, los jesuitas. Y, después como obispo y arzobispo de Baires. Mamó el Concilio y lo hizo carne de su carne y entrañas de su espiritualidad ignaciana. Dos padres y un hijo del magno evento que sacó a la Iglesia católica de la oscuridad de la premodernidad y la situó en la órbita de la modernidad. Sin el Vaticano II, el catolicismo sería como el Islam, una religión de espaldas al mundo moderno.
Francisco quiere y admira a Pablo VI desde siempre. Pero quizás ahora, desde que es Papa, todavía más. Coincide con él en varias claves que recorren sus respectivos pontificados. Por ejemplo, la del diálogo, la de la lucha por la paz y la de una Iglesia moderna, abierta al mundo y "experta en humanidad".
A diferencia de Romero, Montini no fue mártir, aunque atentaron contra él y estuvieron a punto de matarlo en Filipinas. Pero fue mártir simbólico. Tuvo que aguantar todo tipo de puñaladas traperas, sobre todo de los suyos. Primero, para poder llevar a buen puerto la nave conciliar. Después, para aplicar el Concilio en todo el mundo y darle la vuelta a la Iglesia como un calcetín.
En la aplicación conciliar, algunos se pasaron y hasta daban de comulgar con rosquillas. La mayoría, sin embargo, quería seguir fiel a Trento, le daba miedo darle la vuelta al altar y mirar a los ojos a la gente, hablarle en su lengua y, sobre todo, dejar de considerar a los laicos clase de tropa y convertirlos en corresponsables.
Y Pablo VI sufría por ambos lados y comenzó a dudar y a ralentizar las potencialidades conciliares. Por eso, se reservó el tema del celibato, que ya entonces se pedía que fuese opcional, y publicó la Humanae Vitae, la encíclica anti píldora, a pesar de la opinión contraria de la mayoría de los expertos que él mismo consultó. Dudó tanto que le llamaban Hamlet. Y sufrió tanto que llegó a proclamar que "el humo de Satanás" había entrado en la Iglesia.
Sus dudas las aprovecharon Juan Pablo II y los perdedores del Concilio, para inaugurar una etapa de involución en la Iglesia, que duró 35 años, atravesó el pontificado de Benedicto XVI y sólo se desactivó con la llegada de Francisco.
Romero, en su juventud imbuido de la espiritualidad del Opus Dei, fue uno de los eclesiásticos a los que le costó cambiar de chip y asumir a fondo los mandatos conciliares. Era, entonces, un conservador que entró en la senda conciliar por su pasión de pastor y por la realidad del sufrimiento, de la persecución y de la muerte de su gente y de sus curas. Sobre todo, por el martirio del jesuita Rutilio Grande, asesinado por defender a los más pobres, pisoteados en su dignidad personal por los mismos escuadrones de la muerte que después también segarían a balazos la vida de monseñor.
La sangre de los mártires le convirtió en el profeta que toma partido por los desvalidos y desafía a la muerte y a los poderosos que oprimían a su pueblo. Dejó de mirar para otro lado y se transformó en su abogado defensor, con sus valientes homilías dominicales, maná para la gente y dedo acusador para los dirigentes políticos. Que no se lo perdonaron. Y acabó como todos los auténticos profetas: en un charco de sangre, mientras decía misa.
Y para colmo, Romero fue mártir dos veces, como reconoció el propio Papa Francisco. Primero, físicamente, a manos del poder civil derechista de su país. Después (y quizás lo más difícil de asumir para él), en el seno de su propia Iglesia, que lo tachó de hereje y comunista, y lo relegó al ostracismo. En una de sus visitas al Vaticano, el Papa Wojtyla le abroncó tanto que el obispo salvadoreño salió de la audiencia llorando a lágrima viva.
"Hubo un tiempo en que nadie, empezando por la jerarquía, se acordaba de él". Lo recuerda su hermano Gaspar Romero, que está en Roma disfrutando de su canonización. Más aún, su memoria y su vida estaban proscritas en la Iglesia.
Lo rescató el pueblo. El santo pueblo De Dios, como dice Bergoglio, reivindicó su figura, asumió su causa y lo convirtió en su estandarte. San Romero de America fue santo para el pueblo, mientras seguía siendo demonio para el Vaticano.
Un pecado de lesa divinidad, un atentado contra el Evangelio que solo se reparó con Francisco, que le hace justicia al pueblo y a la historia de la santidad y a la propia profecía de Romero: "Si me matan, resucitaré en el pueblo". Y resucitó San Romero de America en la Plaza de San Pedro ante decenas de miles de fervientes partidarios. Y los pobres del mundo ya tienen patrón.
Cortesía de https://www.periodistadigital.com