La ceguera espiritual es sinónimo de “mendicidad y marginalidad”. Bartimeo era un marginal (un mendigo indigente) porque era “ciego”. Al borde del camino espera alguna limosna de aquellos que por allí pasaban; oyó, porque no era “sordo”, que Jesús pasaba por el camino; y como tampoco era “mudo”, empezó a gritar con voz fuerte: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Al oírlo, Jesús se detuvo y lo mandó a llamar a pesar de que muchos les decían que se callara la boca pero él no hizo caso y siguió gritando. Allí se cumplió lo que dice la escritura: “Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha y lo libra de sus angustias”. Jesús escuchó sus súplicas y le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? Entonces el ciego Bartimeo respondió: “Maestro, que pueda ver”.
La Fe de aquel ciego fue lo que le devolvió la vista. Así le pasa también a los “ciegos espirituales” que no pueden ver más allá de sus propias narices. Ellos no tienen fe y el orgullo y la soberbia les impide reconocer su ceguera. Les da miedo y pena gritar y poner en evidencia su miseria que los margina de la sociedad, incluso de su propia familia. Es por eso que siguen ciegos a pesar de que Jesús continuamente se les acerca.
Debemos imitar a Bartimeo que no tuvo vergüenza ni se dejó intimidar por la multitud que se le oponía y al saber que Jesús pasaba, gritó con fuerza lleno de FE que si Él le escuchaba, lo sanaría y libraría de su marginalidad. Jesús no le dio “limosna” sino que le libró de aquello (su ceguera) que lo marginaba. Esa FE QUE SANA hay que mostrarla con hechos; al oír que Jesús le llamaba, votó el manto, es decir, se despojó de lo que le impedía llegar a Jesús y logró su objetivo. Pero no solo eso, sino que cuando Jesús le dijo que se fuera en Paz, decidió seguirle por el camino y dejó de ser mendigo. Amén
Pbro. Pablo Urquiaga.
Imagen de Cerezo Barredo
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